Cuento: La última noche de la gata (fragmento)

Escrito por Juan Pablo Pineda

Esa noche, la última noche de la gata, llovía.

Yo sostenía una pelota de hilos pequeña. La apretaba con mi mano izquierda empuñada, como si sujetara en ella la vida de la gata, que se iba desde que llegamos a esa clínica de luz blanca muerte.

Había fumado un cigarro a las 9:13. Fumé otro a las 9:37. Eran las 11:25. A esa hora ya había fumado 14 cigarrillos baratos sin toser uno solo, y sin sentir en mí el afán relajante del humo o el efecto dopante de la nicotina por montones. Llovía contra la ventana. Llovía contra mí.

Llegamos poco antes de las 9:00. La gata lloraba desde rato atrás. Había dejado sangre en el suelo, otra vez. Gotas que iban creciendo en el suelo blanco manchado de ese apartamento. Recuerdo haber contado 37 manchas. Nunca antes fueron tantas. Nunca antes el suelo fue más sangre que suelo. Tres meses había sufrido ella. Tres meses tenía sufriendo yo.

(…)

Al fondo, dos montañas

Escrito Por Juan Pablo Pineda Arteaga.

Pensé que cinco años eran aún poco tiempo para regresar a los horrores vividos. Pero no lo era, al parecer. Ella decidió colgarse. Murió suspendida, balanceándose en el camino hacia el lugar del hasta aquí, con los brazos dispuestos hacia el suelo y la mirada entornada a ningún lugar. Tenía los labios del color de la mañana, pero su cuerpo aún poseía un fresco calor que podría engañar a la muerte misma; le haría creer incluso que debía regresar por ella y llevarnos también a papá y a mí. Le tomé la mano y arranqué la nota de sus dedos, que se aferraron a mí como si viviera aún, como si me pidiera que la trajera, o quizá rogándome que me fuera con ella, que abrazara el viento helado del final de un destino fracasado, que fuéramos familia allá a donde iba, donde no sería nunca más.

     El sol se ponía cuando la vi. Su cuerpo encajaba con el final de una tarde absurda. No puedo decir que no lo esperaba. La vida ya no le era suficiente a sus ojos derrotados y a su espíritu acobardado. No fue una decisión apresurada y lo sé, porque la muerte ya había sido una exploración constante de sus días pasados, un pensamiento acompañante, leal y determinado. Papá cayó al verla elevada, y golpeó el suelo, más con la bravura de sus fieras lágrimas y sollozos que con el estruendo vacío del puño seco. Sus ojos, del mismo color que ella, parecían esconderse, buscando huir de la imagen. Era su hija, la segunda tras de mí. Era su objeto más grande de amor. Era el sentido de sus antiguos errores y la esperanza de sus logros no consumados. Ella era él en otro cuerpo. Los mismos lamentos, los mismos temores, los mismos anhelos extintos. Era la imagen del fracaso que deseaba eludir.

     Ella vestía de blanco, el hermoso vestido que papá le dio no hace mucho para resaltar un alma marchita. Quizá el blanco lavara a su modo una tristeza insondable. Él lloraba con su rostro unido al vestido y sus bazos rodeando las pálidas piernas extendidas. Ella veía hacia abajo con su rostro muerto y la mirada indecisa. Seguro pensó en el viejo al colgarse, y lo hizo también antes, al escribir la solitaria línea “Te quise. Adiós y perdón, pa”, que poseía yo en mi puño cerrado y decidí no entregarle al hombre.

     Yo escuchaba una orquesta de cuerdas y vientos que no sonaban, y sentí frío ante las melodías fúnebres y dolorosas de esa tarde final. No podía ser cálido el sol de afuera y la voz de papá sonaba incesante, como una lluvia que no caía sino que se regaba. Cada gota se sentía, y juntas le hacían coro al eco lamentable al de ese hombre que gemía derrotado mientras abrazaba aquello que fue su hija. Me guardé el papel y acudí a calmarlo. Me rechazó con un movimiento fuerte de su brazo izquierdo y me miró como yo la hubiera colgado en esa cuerda.

     Papá sujetaba el cuerpo inmóvil de su hija y miraba con desprecio a su hijo ¡Con qué desprecio! Más parecida una embestida colérica que una mirada humana. Pero lloraba con dolor humano, y eso matizaba su imagen. Puedo jurar que si no hubiera tenido entre sus brazos a mi hermana, hubiera puesto sus manos en mi cuello. Dolor y rabia, que suelen ser uno solo, eran nítidos por separado en aquel hombre que empapaba de lágrimas el vestido y el suelo. Los ojos rojos por completo, una vena yendo y viniendo en los pliegues de un cuello corto, casi inexistente, y un abrazo con fuerza suficiente para fracturar esas piernas que no volverían a caminar.

     Papá era también un hombre con la vida agotada. Los años se le veían en el rostro como una marca de derrota. Uno podría pensar que es un francés, por eso de que ha sido vencido en cada batalla que ha peleado. Pero no es un tipo fracasado. No del todo, claro. Algo ha podido hacer con lo poco que conoce, y no le falta dinero para tener lujos, para sentir que puede poseer el mundo, que puede comprarse una vida o algo que simule serlo. Él nunca ha sido bueno con las palabras, y tampoco para mirar a los ojos y expresar algo. Nunca ha sabido explicarse, y por eso jamás entendimos lo que deseaba, lo que pedía. A lo sumo recurría a un abrazo torpe, un abrazo torpe y clamoroso que solicitaba atención, cariño y comprensión.

     Julio se llama, y Julio me llamo. Creo que quiso limpiar su nombre poniéndolo en mí y esperando que mi futuro fuera más correcto que su pasado. Pero yo no había nacido para resarcir errores ajenos, ni pretendía absolver a mi padre de sus pecados anteriores o posteriores, yo no soy un sacerdote, ni él un católico creyente; la absolución no sería a través de mí. Luego nació ella. Los años fueron haciéndola parecida a él y a mí me distanciaron. Yo era más como mamá, y no me interesaban los lloriqueos de un hombre que nunca pareció un hombre, ni su necesidad de amor lastimero. Papá no había tenido hijos para quererlos sino para que ellos lo quisieran a él. No era un sujeto admirable, pero era mi padre.

     Por eso lamentaba verlo sumido en su dolor. Él sabía que ese suicidio sucedería, aunque intentó evitarlo. Yo lo sabía también; ella se quitaría la vida. Ya se había tardado en hacerlo. Desde el suicidio de mamá, hace cinco años, comenzamos a esperar esa segunda muerte. Sí, mamá también se mató. Quizá hacerlo está en la sangre de esta familia. Papá había quebrado por esos días y volvió llenarse de whisky los pocos alientos que le daba una vida de tristezas fieles. Era un hombre arruinado, borracho y terrible en la cama, según mamá. No era un esposo sino una carga que dormía en la misma cama, apretándole sin tacto las tetas y tratando de estar dentro de ella. Una carga que roncaba alcoholizado. A ella no le gustaba que él la tocara, ni que le pidiera desnudarse para hacer uso de su derecho como esposo.

     Mamá se encamaba con un policía que conoció un día alguno. Era menos infeliz las dos o tres horas que estaba con él, sudando y gimiendo sin el olor a trago de su marido. Papá lo supo. Creo que los amenazó. No lo sé bien. Mamá desesperó, lloró y un día, con el revolver niquelado de ese sujeto, se mató. Fui yo quien reconoció el cuerpo sin rostro. No lloré, Dejé que se fuera tranquila. Varios días después recogí a papá de las calles y lo interné. Yo fui a vivir con un hermano de él, y mi hermana vivió con una de las abuelas. Creo que estuvimos así seis o siete meses hasta que papá salió. Yo también empecé a beber un poco, pero no superé con agrado las primeras resacas. Sé que mi hermana lloraba casi a diario.

     Cuando volvimos con papá lo hicimos a un lugar más pequeño, un lugar simple, con una bella vista hacia las montañas, con una ventana por donde entraba el amanecer con la mentira de un futuro venturoso. Luego de la muerte de mamá nunca más fuimos felices. Bueno, yo no lo fui más, porque ellos dos nunca lo habían sido. Éramos más tres conocidos que una familia. Las cenas eran silentes, cuando lo hacíamos juntos, y las conversaciones siempre formales. Tardamos un año en reponernos, quizá un poco más. Papá recuperó su negocio y yo comencé a hacer lo mío. Tenía 21 años y talento para diseña. Empecé con algunos trabajos y me fue bien. Papá destinó el dinero que regresaba en vivir otra vez pisando alfombras finas y comiendo sobre cerámica italiana. En casa había lujo y cosas bonitas.

     Pensarán entonces que las cosas estaban bien. Pero no era así. Al poco tiempo llegaron los gritos de mi hermana y las lágrimas de papá. La adolescencia de ella un ser sin razones o sentidos, la llevó al afán de desear a los hombres, ser libre y sentirse mujer Vestía con las tetas resaltando, y el culo la impulsaba más que el cerebro. Muchos amigos idiotas y una madre muerta, peligrosa combinación para una nena reventada y un padre incapaz. El viejo hacía el ridículo tratando de controlarla; igual le permitía todo por temor. No tenía idea de cómo ser papá. No lo sabía tampoco mientras la abrazaba, mientras abrazaba ese cuerpo colgante.

     Es posible que papá me odiará; yo soy lo que él no pudo. Yo no lloro, no me lamento ni extraño ni ruego por cariño. Nunca le dije que sí a las estupideces de ellos, ni caí en juegos absurdos de depresivos lastimeros. Es posible que me odiara porque sé decir que no, porque era duro con él y con ella, por ser intransigente. Pero me ama porque soy valiente. Me ama porque soy lo que él no pudo. Soy su mejor logro, todo lo que él quiso ser. Soy su rostro en un futuro posible, soy la mano que desata la soga. Pero me odió porque su hija murió y yo vivía. Me odió porque soy fuerte, más que él Me odió por no ser ellos.

     El viento era demasiado frío para el final de una tarde que tuvo tanto sol. ¿No debería estar más caliente? Parecía que el clima semejara lo helado del cuerpo de mi hermana, que colgaba en la sala y daba vueltas sin detenerse. Nunca imaginé que el camino hacia el cielo o el infierno se hiciera dando vueltas. Creía que esa era una ruta recta, o quizá una caída sin pausa. Sí, también creo que al cielo se cae. Nadie se eleva al morir. No se puede ser en la muerte mejor de lo que se fue en vida, y creo que nadie es lo suficientemente bueno para merecer ninguna redención. El Paraíso es un orgasmo, una borrachera, el instante corto en que dejas el mundo sin haberte ido de él. El Paraíso no es un lugar, crédulos, es un momento.

     Papá soltó el cadáver y se sentó en el sofá negro, con la espalda muy recta, las manos sobre los muslos, sobándolos una y otra vez; la boca cerrada y los ojos muy abiertos. Fui a la cocina, serví un vaso de agua para él. Antes de salir miré la imagen de esa sala, un cuadro del dolor familiar, dos cuerpos vencidos y el sol que ya nos ignoraba, que se iba para no ser más testigo. Era una pintura de Munch, con los matices opacos de una tarde naranja y roja, fría y distante. Pero aún había luz que entraba por la gran ventana de cristal que nos dejaba ve esas dos grandes montañas al fondo.

     Le entregué el vaso y le di una palmada en el hombro izquierdo. No dije nada, no lo miré a los ojos. Regresé a la cocina y le di la espalda a la sala. A mi lado derechos sonó implacable el cristal al quebrarse. No me golpeó a mí, aunque papá había apuntado. S estrelló contra una gaveta y reventó. Un par de esquirlas me rozaron, y el agua me entro por los ojos. Volteé y papá estaba frente a mí, con el alma rasgada mientras me odiaba. Tenía su correa en la mano y luego la tuvo en mi cuello, apretando. Le atiné un golpe en la nariz y la sangre le corrió. Yo había querido golpearlo antes. Lo había deseado con desespero durante años. Pero hace tiempo que no; siempre fue un hombre derrotado y no valía la pena hacerlo perder una batalla más.

     Retiré de mi cuello la correa y la lancé a la sala; cayó junto al cuerpo muerto. Papá se reincorporó y lanzo sobre mí su poca humanidad. Me tomó por el cuello. Lloró y me acusó de causar la muerte. Me miraba no como a un hijo sino como a una desagracia. Quizá sí lo fuera, para él y para ella. Yo vivía ahí, pero no con ellos. A él le hablaba poco y con ella discutía mucho. No lo sé, quizá papá tuviera razón. Recuerdo haberle dicho a ella alguna vez que no amenazara con morir, sino que muriera, que no se preocupara por su entierra y su recuerdo; del primero me encargaría yo y del segundo lo haría el tiempo.

     No reaccioné mal frente a papá de nuevo. Luego del golpe, permití que me odiara, permití que enfocara en mí su derrota. Le habría permitido pegarme. Pero no lo hizo. Me soltó y se giró. Lloró y lloró y lloró. Me dijo que cinco años eran poco tiempo para vivir de nuevo el horror, que la vida le había sido suficientemente larga para conocer el horror de muchas maneras. Me dijo que no buscaba más la felicidad hace demasiados años, que solo vivía tratando de esquivar el horror y el dolor, pretendiendo hacer posible el acto de no sentir. Pero no es posible. No hay forma de escapar a la miseria; es la única garantía que nos entregan al nacer, esa y la muerte. Vamos a vivir en la miseria, y estaremos unidos a la desgracia. Viviremos miserables y moriremos miserables. Quizá todos muramos colgados, de una u otra forma.

Él miraba hacia la sala, hacia el cuerpo de mi hermana, hacia las montañas afuera. Me puse a su lado y observé. No hablamos. No sé cuánto tiempo miramos pero el sol estaba ya por caer completo esa tarde, y quizá no saliera al día siguiente, o nunca más. Papá puso su mano sobre la mía y sus ojos en los míos. Pude ver que no me odiaba más. Lo sentí. Me abrazó y yo le respondí. Tomó agua, se limpió las lágrimas y se sentó una vez más en el negro sofá. Me preguntó cómo seguiría mi vida. No supe qué responder. Le pregunté lo mismo. Sonrió. No miraba más a mi hermana muerta. Creo que no miraba nada con atención. Me dijo que le dolía el pecho y me pidió traerle la medicina de su cuarto. Subí y me encendí un cigarrillo que fumé en el balcón de su habitación, como si fuera el único placer posible alguna vez. Di la última calda y lancé lo que quedaba. En ese lugar no había medicina, no había nada. Claro que no estaba allí, él la guardaba en la cocina. Del sol quedaban solo insinuaciones, unas tenues luces que alumbraban los dos cuerpos que colgaban frente al ventanal. Papá y mi hermana yendo juntos al abismo de las vidas agotadas. Ellos frente al final de la tarde y, al fondo, dos montañas bajo la noche que llegaba.

La creación del lenguaje en la boca de Dios

Poco se conoce acerca del nacimiento de Dios pero, entre unas cuantas cosas, siempre se supo que era un bebé muy inteligente.

Pasaba horas, días y milenios dando vueltas a las nubes para encontrar una manera para decirle a su poderosa cabeza que creara un universo, que creara un cielo azul, que creara una vida.

¿Cómo decirlo? ¿Cómo empezar a pintarlo?

Llegó un momento en el que el niño se imaginó cien mil paraísos, mundos llenos de luces y formas que se agrupaban y bailaban al compás de la luz, un cuadro producto no más que de su mera creatividad imaginativa.

Cada día soñaba más y más con estos paisajes brutales pero no imposibles, y se frustraba al no poderlos materializar por que no sabía cómo proponérselo, cómo decírselo.

Todo en el mundo, su mundo, era silencio. Un silencio tan cruel que habría sido posible que hasta el mismo Dios se sintiera solo, que se quisiera ir.

Entre tantos silencios, el niño se dio cuenta que para poder reclamar el poder del rayo, del agua y del fuego, pues tenía que sacar lo que pensaba de alguna manera para combatir ese silencio negro.

Fue así, entre tantas palabras y euforias reprimidas, que el niño abrió la boca y creó las vocales, luego la cerró y creó las consonantes.

De paso también creó el sonido de todas las voces de los pájaros el universo.

Se dedico a unir vocales y consonantes, a moldearlas y a darles sentido, orden y esencia. Solo así, casi sin planearlo, fue que se propuso crear al mundo, y un día antes de que empezara el génesis de la creación, ya Dios tenia conversaciones con las estrellas que todavía no existían, ya era capaz de decir la palabra “palabra” y sentir ira sabiendo el porqué.

«Soy el que soy porque soy», se le oyó decir.

אֶהְיֶה אֲשֶׁר אֶהְיֶה

Productora espiritual

Reflexión escrita por María Clara Fonnegra S.

Cada persona sueña, aunque su sueño consista en no querer soñar. Cada soñadora o soñador requiere, por consiguiente, una Productora Espiritual. Este ser interior, está a cargo de los recursos que tiene el espíritu para llevar a cabo aquello que anhela. Hace circular el oro interno por la ciudad del espíritu y a los seres internos que van a desarrollar las labores correspondientes.

Se podrá calificar de apta a la Productora Espiritual, si es capaz de discernir cuándo algo vale tanto que es mejor optar por otra cosa; si no está bien capacitada para ello, podría llegar a pensar que algo vale más esfuerzo de lo que puede dar y equivocarse fatalmente. La victoria de la P.E. a veces consiste en aceptar su derrota. En muchos aspectos, su tarea supone una alta tensión, pues es la responsable de otorgarle al espíritu todo lo que necesita y extirpar de él, sin escrúpulos, lo que no necesita. Algunas soñadoras, algunos soñadores, carecen de una capacitada P.E., es por esto que deben amoldarse a las decisiones de una P.E. ajena, esto es, en cierto grado, deplorable.

Ahora pasemos al objeto de estudio: cada sueño tiene un valor —que depende en gran medida de la alquimia del alma—, en tanto, se puede considerar a cada uno válido o inválido, posible o no posible. La P.E. cometerá un grave error si en primera instancia considera válido algo que es inválido, posible, aquello que es imposible. Pero, pensará la incauta lectora o el incauto lector, ¿qué más da si se gasta oro interno, tiempo y fuerza —no añadiremos el adjetivo “espirituales”, pues el tiempo y la fuerza son factores espirituales— incansablemente, por algo que jamás será realizable, si el solo proceso es enriquecedor? Es de considerar que no siempre el camino hacia una causa es alegre, simple y llano. Para un alma estoica y ciertamente masoquista, esto puede no ser un inconveniente. Se puede recurrir a grandes cantidades de fuerza para mover una roca inamovible y quedar exhausto, carcomido por el tedio, el calor y la sed del esfuerzo. La roca no se ha movido, ¿podremos encontrar en aquel esfuerzo algo gratificante?

Digamos que la persistencia de los días, logra al fin mover la roca. Y, ¿qué tal si, como en la película “El Topo” de Jodorowsky, tras la roca seguimos creyendo y cavando para liberar a los seres que están atrapados en la caverna sin ver que al liberarlos se les conduce a la desgracia? ¿Tendría la P.E. que haber visto con agudeza que su sueño era inválido? ¿Cómo entonces evitar errar en aquel primer filtro, válido-inválido, posible-imposible? La ambición sin duda llevará a la ciudad interior hacia lo no posible, con ello, a una ruina infalible, al consumo impropio de las energías, a la vulgaridad de la impaciencia, a la impertinencia de las emociones en descontrol, a la grosería de lo impulsivo.

Todo esto nos servirá para deducir que la P.E. debe saber conocer la protección como elemento primordial. El ojo de Horus es símbolo de protección. No encamino a pensar que cargar un amuleto pueda proteger o desencadenar ciertos efectos en el azar de la vida, sino a contemplar que este milenario símbolo contiene un significado patente: la observación; y es el significado y no el objeto lo que nos servirá de amuleto. 

No obstante, no será suficiente con el solo hecho de practicar la observación, la P.E. debe saber que el tiempo es su principal aliado, que puede disponer de él si cuenta con el factor paciencia, de lo que se deriva la pregunta ¿cómo reconocer en qué momento es precisa la espera y en qué momento es precisa la acción? 

También debe saber que los sueños guardados en el espíritu —qué inestable es el espíritu, movido por tantas cosas, cruzándose con tantas cosas— podrán tener una caducidad difícil o incluso imposible de pronosticar. ¿Cómo saber hasta cuándo reina en el espíritu un sueño? Prometer su reino eterno podría ser un vil engaño: las dictaduras de los sueños han llevado a las almas a generaciones y generaciones de tedio, cuando de aquel sueño no queda más que el registro de un pacto y una indiferencia no desentrañable; es por esto que la P.E deberá ser perspicaz con las consideraciones del peso del sueño a través del tiempo.

Si los dos anteriores principios no están conjugados debidamente, es decir, si la posible caducidad del sueño no permite al soñador o soñadora extenderse a sus anchas en el tiempo, ¿será mejor abandonar la tarea?  

Además de la caducidad, hay otro elemento que podrá afectar al tiempo: el espacio. Pero, al ser el espacio el elemento por excelencia exterior, siendo el tiempo, el elemento interior, no abordaremos esta cuestión en este análisis efímero. 

Todo es más fácil aún si el espíritu cuenta con pocos o ningún sueño, caso en el que la P.E. podrá ser una holgazana y dedicarse al ocio, dejando a otros seres internos el peso de la existencia. En un sentido contrario, si se cuenta con un espíritu soñador en gran medida, la P.E. tendrá mucho trabajo, mucho más, si es para tomar la decisión de quedarse inmóvil ante tantos impulsos del alma.

Por todo lo dicho, se podría pensar que la P.E. debería ser serena, racional, indiferente, incluso resultar fastidiosamente prolija y autoritaria; pues debe citar a la hora exacta los componentes que necesite para llevar a cabo su obra y rechazar aquellos que entorpezcan la labor, además, no debería ser indulgente con los seres internos que solo desean dormir, por lo cual debería, poder observar impávida todas las emociones y los pensamientos que pasan por su ser, con mayor razón los más catastróficos. Pero no nos engañemos, el control y el castigo nunca han desencadenado gobiernos armoniosos. 

Algunas personas viven toda su vida bajo el yugo de su P.E. quien a su vez está subyugado por uno o varios sueños. Habría que revisar la lista de sueños comunes del ser humano para ver lo absurdas y divertidas que resultan ser las razones de la prisión del alma. Es por esto que una sabia P.E. deberá ser sensata en relación con su lista, equilibrar las acciones establecidas para sueños contrarios, más aún si en la ciudad espiritual hay un sinfín de seres y todos señalan hacia un punto cardinal distinto.

🕷️

15 de mayo, 0.00 a.m.

CUENTO: MUCHAS PREGUNTAS DESDE EL ÁTICO MORADO

El exacto primer rayo de luz que compareció entre las nubes irrumpía en el ático casi haciendo ruido. Eso fue lo que la despertó. 

Abrió un ojo más que el otro y percibió el típico olor de la madera en penumbra que hacía de techo en ese ático donde solía dormir a pesar de tener una cama en el piso de abajo. 

«¿Por qué estoy sola?», se preguntó mientras se acurrucaba entre las cobijas. «Porque todos los que me persiguen van en la dirección contraria». Eso escuchó como si fuera una voz desde el fondo. 

Antes de pensar en el café con leche se acordó de la noche anterior, del bar seco al que había ido sin saber para qué.

Recordó las amigas desentonadas de sonrisa fácil que alumbraban el sitio, las luces mal encendidas que apenas sí se reflejaban en las botellas de cerveza y se acordó del cuento que le estaba echando un Adrián (¿Adrián?) de que «se había enamorado solo una vez» y del otro (¿Gonzalo?) quien se hizo «un esguince mientras estaba perdido en una alcantarilla de Barcelona». 

Algún que otro poeta desgraciado también adornaba el bar, detrás de una estela de humo que no dejaba ver de qué color estaba vestido esa noche. 

El ático seguía oscuro a pesar de las esquirlas de luz. Bostezó, y la suspicacia y el miedo se le derramaron dentro del cuerpo al seguir pensando en las horas previas. 

Dormía en ropa interior para estar en paz con sus fantasmas pero, la noche anterior, y como de costumbre, había decidido salir con su uniforme de batalla, que siempre consistía en un atuendo del todo negro elegido así por diseño: la falda hasta la comisura de las rodillas, unas medias de telaraña que se adentraban hasta sus botas, un cabello negro, corto y suelto para arroparle las clavículas, un piercing de toro en la nariz que eliminaba pesquisas inoportunas y seis tatuajes con esbozos de líneas negras que acentuaban el color nieve de su piel.

Un atuendo del todo negro excepto por una cosa: los labios color carmesí. 

Las brisas mañaneras entraban por sorbos en el ventanal del ático. Ya a esa hora se sentía rota, fuego, violencia. ¿Por qué en esos aciagos días le solían atraer tanto las fotos en las que ella misma salía desenfocada? Tenía el carrete del teléfono lleno de ellas, por alguna razón era incapaz de borrarlas. 

Ya no tenía ganas de volver a dormir, sí más bien de un vaso de agua que le ayudara a alivianar el descalabro que tenía amarrado en la garganta. Se preguntó si marchitarse sí sería tan malo, si algún día le llegaría a tener miedo a algo más que a sí misma.  

«¿Que si quieres bailar conmigo?», le preguntaba la noche anterior ese que tenía al lado de la mesa, ese al que no le había conocido ni el nombre y quien mostraba signos de impaciencia, pero no de rendición. 

El bar se llenaba de palabrerías inconclusas y de gente bailando rock y salsa en espasmos producidos por seis grados de alcohol. Nadie parecía feliz, pero todos parecían buscando algo. O al menos eso pensaba ella mientras sorbía su cerveza y arqueaba las cejas.

El ático se llenó del sonido de los golpes de la lluvia que había empezado a caer. Eso le quitaba las ganas de llorar. Un árbol endeble y color sepia que había cerca de la ventana se bamboleaba con el viento. Ella lo miraba mojarse mientras se preguntaba qué cosas sería capaz de hacer un hombre por pasar cinco minutos con una mujer. 

Una botella de cerveza se estrelló contra el suelo, pero nadie la escuchó. El bar estaba demasiado ruidoso. Las caras empezaron a parecer más bien volutas de humo.

De vuelta en el ático se tocó el pómulo derecho. Se preguntó si aquel individuo sí cumplió su promesa de suicidarse si ella no aceptaba bailar con él.

Estiró los brazos y se levantó para ver de qué color habían amanecido las nubes y cuántos más seres humanos se habían levantado a esa hora. Se preguntó si algún hombre volvería alguna vez a golpearla en la cara.

Epifanía imaginaria

Escrito por Juan Basto.

Atrapado. Así me siento. Atrapado en un mundo de sensaciones, sensaciones que trascienden el plano físico y me llevan a explorar el universo de lo inimaginable. Sensaciones que a su vez me limitan a vivir encerrado en mi realidad actual.

No sé qué hago, ni para dónde voy, pero tengo la bendición de diferenciar un plano del otro y de poder decidir en cuál quiero estar.

Me descubro muy seguido inmerso en la figura femenina, recordando escenarios pasados en el cuerpo de una mujer sin cara. Supongo que es una mezcla macabra y deliciosa de todas las mujeres con las que he fantaseado alguna vez.

Tengo momentos de lucidez dentro de esas alucinaciones ensoñadoras. En ellos me asombro del perfecto detalle con el que mi mente visualiza ese cuerpo sin dueña. El cabello largo hasta la cintura, la línea que atraviesa su espalda por la mitad que, como un río, nace en su cuello y desemboca en sus glúteos.

Archivo particular.

Beso su cuello extasiado por su aroma mientras escucho esos leves sonidos de aprobación y deleite que hacen que la respiración se me acelere. Mi corazón palpita con fuerza: como si de este momento dependiera el resto de mi vida.

Perdido en el trance que me produce su deseo, empiezo a notar en su piel, el reflejo leve de una luz apaciguada por sus inseguridades y los supuestos defectos que no quiere que vea, y sus vellos erguidos como una aglomeración de personas que se ponen de pie para darle la bienvenida a ese tan anhelado contacto, tan enriquecedor y satisfactorio que incluso entrega una sensación del deber cumplido.

Toco su cuerpo con afán, no disfruto nada por querer saborearlo todo, con prisa, como si supiera de antemano que en algún momento despertaré de mi sueño y me quedaré con las mismas ganas insaciables de sentirla y satisfacerla; ese mismo cuerpo desnudo que “ella” pone ante mí con una
sonrisa llena de malicia, que me dice que puedo hacer lo que yo quiera; ese cuerpo que utiliza para llenarme el alma, para devolverme la vida y luego quitármela sin consideración.

Nos entregamos con una pasión desgarradora, queriendo fusionar nuestros cuerpos en uno. La diferencia es que yo soy un animal salvaje, sucumbo a mis instintos y pierdo conexión con mis emociones, pero ella no. Ella se entrega lento, con una armonía corporal que trae a la mente la danza clásica, enriquecida con una ingenuidad y una timidez que exhiben su vulnerabilidad, unida a unos instintos carnales y sucios que me enloquecen.

Su delicadeza me obliga a bajar el ímpetu, es una escultura que debe tratarse con cuidado para que no se arruine, me despierta un instinto protector y ahora encuentro mi propósito en la vida: poner mis cinco sentidos a merced de sus atributos, llenar de vida nuestros cuerpos mientras nos unimos con el alma.

Se llegó lo inevitable, vuelvo a la realidad. Regreso de ese viaje que deseaba eterno, y ahora las sensaciones son diferentes. Entro en un lapso de espacio vacío en el que mi mente deja de funcionar, un coma emocional del que salgo, (en todos los casos) con una sonrisa satisfactoria, donde el clímax imaginario solo se puede comparar con la imagen de un niño que acaba de hacer una travesura.

MIEL

Ella escucha la música que le retumba en los oídos y al mismo tiempo le truena en el corazón. 

Una flecha invisible intenta atravesarle la garganta, pero ella sabe que la música la salva con frecuencia si la logra mantener en la saliva.

Ojeras, cabello crespo, piel parda.

Mientras respira pesado, la lengua le empieza a saber a miel. 

Ella escucha la música que le retumba en los oídos y le truena en el corazón. 

Una flecha invisible intenta atravesarle la garganta, pero ella sabe que la música la salva con frecuencia si la logra mantener en la saliva.

Ojeras, cabello crespo, piel parda.

Mientras respira pesado, la lengua le empieza a saber a miel. 

RECOMENDACIÓN DEL AUTOR* leer mientras se escucha esta canción: HONEY.

«No hablamos en meses, lo divertido no divierte. Apenas sí como algo ahora, ya no lloramos para dormir».

Ella se concentraba en ponerle ritmo a una respiración perdida, el sabor de la miel en la lengua le decía cómo moverse.  

«Hay algo que puedo intentar. Este trago sabe mal. No es como en nuestras noches borrachas. No como en las noches borrachas. No en meses, lo divertido no lo es, apenas sí como. Y no lloramos para dormir.

¿Todavía crees que soy graciosa?

¿Dime linda tú me amas?

Soy mariposas. Sé que las sientes en el vientre. 

Y dueles, picas como abeja. Pero todavía eres mi miel. Miel, miel, miel. Aún mi miel y picas como abeja».

A ella se le descomponían los músculos de los brazos, de las manos, de las muñecas, de los dedos. Peleaba contra sí misma para no verse llorando. 

«Hiciste de mí un desastre. Me mostraste cosas que no podía ver. No sabías lo que eso me haría. Me hiciste un desastre». 

Huracán en el lugar de los hechos.

Un humo blanco invade la discoteca negra. Los sentidos se le alteran tan a los extremos que se encuentran en el centro. Llora riendo.

«Encerrando labios. Estamos en Jersey entonces mueve tus caderas. Muéstrame toda esa confianza. Mi pureza es prominente. Y esta es mi dominancia sofisticada.

Y yo he estado corriendo, corriendo en puertas giratorias. Y es tan maravillosa, despampanante, increíble. Lo puedo ver salir de sus poros.

Y ya no hay nada para mí. Nada para alguien como yo.

Amor, mariposas, abejas, miel. Miel. Miel. Miel. Abeja. 

Una más, mujer, dime una mentira más. Una oportunidad más antes de entregarte al mundo. Dime de verdad qué quieres hacer. Mujer, tengo que saber.

No quiero contenerte más, no con este amor». 

Ella recordaba a qué le sabía la boca cuando, semanas antes, lograba sonreír. 

«Sabes que odio cuando te volteas. Sabes que odio cuando te hablan. No tiene que ser lo que tiene que ser. Voltéate y solo baila conmigo. 

(vis)

Ahora es cuando luces como que yo tengo el control. Entre más rápido voy, más tu gimes. 

A la izquierda bailar, a la derecha bailar».

«Sálvame el último baile. Guárdamelo. Desperdicié mi última oportunidad. La desperdicié. Salvámelo, la desperdicié. Mi última chance.  

(vis)

¿Todavía crees que soy graciosa? Dime, tú, ¿me amas?

Mariposas.

Vientre».

El reloj nunca se iba a acabar.

Una tarde de abril

Escrito por Juan Pablo Pineda Arteaga.

Siempre he reconocido que soy un sujeto nervioso. Quizás demasiado nervioso para ser un hombre de tan poca estatura. Pero si en mi cuerpo pequeño caben tanto sarcasmo y tanto humor, no es extraño que quepan también tantos nervios y cobardía.

Este no es un cuento, sino una confesión, y aunque ningún cura va a absolver mi alma por escribirla, puedo asegurar que mi espíritu queda tranquilo y salvo. No necesito una bendición en latín para estar cómodo y sentir que las cosas estarán bien. Creo que estarán bien y podré dejar un poco atrás ese miedo perenne que me atrapa. Pero estoy divagando, y no deseo hacerlo más.

Esta confesión puede ser leída en clave de relato, porque jamás se revela un hecho sin narrarlo un poco:

Era una tarde rojiza de abril, un día fresco que estaba llegando a su cénit y que arrastraría pronto a la noche para que el decorado cambiara y las estrellas aparecieran contadas. A mí el sudor me comenzaba a indicar que estaba temeroso. Me sudaban las palmas de las manos, y una gota hacía exploración entre mi nuca y mi espalda a una velocidad admirable.

También me temblaban las rodillas, dirigidas por el movimiento indefinible de mis pantorrillas. Mis manos no querían estacionarse tranquilas, y de ellas en especial los dedos, que parecían pugnar.

Yo estaba sentado en una banca del parque, pero mi cuerpo quería pararse y correr los kilómetros que ella demorara en llegar.

Trataba de calmarme escuchando esa vieja canción de Calamaro y sus Rodríguez que un buen maestro me enseñó en 2011, en aquella época cuando los adultos me comenzaron a decir que la vida era ya de verdad, que se habían terminado los dos descansos entre clases y también los uniformes de gala y deporte. Desde ese año yo era mi responsabilidad.

Cantaba Andrés que él creía saber cómo hacer para resistir el tiempo y olvidar el dolor. Yo no sabía cómo, y cada segundo de tiempo me dolía en ese momento.

Dos días antes de todo esto, ella me había enviado un mensaje que yo esperaba para después, quizás incluso para jamás. Ella se había ido del país y yo aguardaba que regresara algunos calendarios después.

Pero no puedo mentir y decir que no me alegré. Dos años y medio habían sido demasiados días sin mirarle los ojos y saber que el mundo aguardaba en allí, y que el futuro era la rima de su mirada y su sonrisa. Yo había aceptado su partida con resignación, porque sabía que ella necesitaba irse.

No era fácil saberlo, pero su felicidad valía más. Y aunque el mundo es grande, no es tan enorme para aceptar no volverla a ver jamás.

Yo la esperaba para algún enero lejano, pero había vuelto en este abril inminente. Sin duda la vida es inminencia.

Sí, la vida es inminencia y un juego de sorpresas caprichosas. Ya ella había vuelto, y yo la esperaba sentado en ese parque, con mis nervios y la vista de una tarde majestuosa e impresionista.

Quizá pareciera algún atardecer de Monet, aunque las figuras de la gente más semejaban ser obra de Renoir.

Era una mezcla extraña de artistas franceses lo que veía allí mientras aguardaba. Además aquella Medellín, aunque la tarde era hermosa, lucía más como el lienzo de una obra de Munch y su expresionismo. Yo veía aquel ambiente como un paisaje de los impresionistas galos, pero realmente me sentía como en El Grito.

Aquella hora rojiza me recordaba el color de su piel y su cabello, que seguro resaltarían en el contraluz de la tarde y darían una imagen inefable, imposible de pintar o narrar en un poema, pero más aun imposible de olvidar.

La imagen de María se queda contigo y te abre los ojos cuando se te cierran. Dos años y medio no fueron suficientes para la pretensión de no recordar un solo centímetro de ella.

Seguro había regresado más bella y su figura le seguiría arrebatando belleza al cielo rubicundo de aquel día engalanado. ¡Dios! Cómo me temblaban las piernas pensando en verla sonreír y encajar su cabecita entre mi hombro y mi cuello. Cuánto deseaba pasar mis yemas por su espalda para saber que sí estaba ahí, y que mi imaginación sería futura y no presente, que estaba abrazando su cuerpo, su presencia, que ella estaba conmigo.

La primera vez que la vi, ella vestía una falda negra que mostraba sus muslos majestuosos, usaba una blusa blanca, tenía el cabello suelto que jugaba con sus hombros y una lágrima le recorría su mejilla muy despacio. Sus hermosos ojos estaban encharcados, pero aun así esa mujer desprendía una belleza que no puedo explicar.

Recogí los libros que había dejado caer y se los devolví. La convencí de caminar conmigo. Ese día la hice reír, no sé cómo, y noté que su sonrisa es hermosa. Se lo dije. Sonrió de nuevo y sus cachetes se ruborizaron como el cielo de esta tarde. Esa es una imagen que he guardado en el cajón principal de mi memoria, para no perderla jamás. Yo sonrío con su sonrisa.

Aceptó seguir saliendo conmigo tras un par de semanas, todo conversando. Fuimos a cine varias veces, intentó enseñarme a bailar y me perdonó por fracasar, vimos las estrellas tirados en la grama de una montaña pequeña, miramos a los pájaros volar, observamos a la ciudad desde su ventana, y me tomó la mano.

El primer beso fue magistral. Nuestros labios encajaron como si hubieran sido hechos para ello, y los movimientos de su cuerpo y el mío se entendieron como debían, y sé que el mundo desapareció en ese instante y que yo me resumí en ello. El beso terminó y la sonrisa que llegó fue el preludio del beso que vendría.

A ella nunca le molestó la luz, y yo a veces abría la cortina temprano para ver cómo el sol resaltaba en su cuerpo dormido. Esa era la imagen del día perfecto desde la mañana.

Amaba la forma en que cantaba, en que reía, en que lloraba, increpaba y gemía. Amaba también su forma de enojarse; parecía un cartoon de la televisión, con los pómulos rojos de ira, los brazos cruzados y la mirada asesina. Es bella, simplemente bella. Por eso mis ojos se han perdido siempre en su ser.

Peleábamos poco a veces y mucho a ratos. Ella sufría, aunque no por mí.

Las cosas en casa eran duras, y lloraba con el corazón acongojado. Yo la abrazaba, la besaba y le contaba algún chiste. A veces funcionaba. Otras veces no. En esos momentos yo optaba por sentarme a su lado y decirle
con la mirada que estaba para ella.

Fueron dos años juntos felices. Yo la quería y ella me quería. Aún la quiero. Es obvio para ustedes. Es obvio para mí. Es obvio para ella. Por eso estaba sentado en ese parque mirando las nubes, con el cuerpo tratando de asesinarme por cobarde. Quería verla otra vez, besarla y dejar pasar el mundo. Se había ido porque necesitaba buscar algo que no encontraba aún.

Se fue para dejar de llorar en su casa y hacer que el mundo le fuera menos grande y lejano. Me dijo que no quería que la olvidara, pero que no se opondría si sucedía. Le dije que ella también podría olvidarme. Ambos lo sabíamos. Yo no esperaba olvidarla. Ella nunca prometió nada.

Pero, dos días atrás, llegó un mensaje que decía: “El sábado en el parque de nuestros sábados. María.”, y mis ojos le avisaron a mi corazón que debía acelerar, y a mis nervios que era hora de aparecer. No sabía qué ponerme para verme decente, ni qué decir para saludarla.

¿Sería correcto besarla? ¿Habría venido por mí, o sería otra despedida? Pensé de nuevo en eso y mis piernas temblaron a la velocidad de un infarto.

En el parque un niño jugaba con burbujas, un anciano le hacía jaque mate a un muchacho y un matrimonio alimentaba a las palomas. La tarde era ya más oscura que roja.

Eran las 6:21. Ella dijo que a las 6:00. Asumí que no vendría. Decidí partir. Me paré de la banca, recogí el regalo que había llevado y un cálido ‘Hola’ me sentó de nuevo.

Giré la cabeza y la vi. Con su falda negra, su blusa blanca, su cabello hermoso y su sonrisa pura, la vi una vez más, en una tarde de abril.

Noche en Salamanca

De repente estamos inmersos en una maraña de piernas, vasos y luces nocturnas. La ironía intensa de ser protagonista del caos que se vive, y el ensueño notable que producen las sensaciones nocturnas, dan a entender que aunque sea el mismo bar, la misma persona o la misma noche, nunca será el mismo momento. No en esta ciudad.

La cronología de salir de noche en Salamanca, en los meses de agosto a abril, que es cuando la ciudad está más llena, tiene que empezar obligatoriamente por una aceptación abierta al frío. Porque cuando lo que queda de sol es poco, 8 de cada 10 veces la temperatura bajará más que en todo el día y quedarse en casa será una opción saludable.

Pero no vinimos acá a encerrarnos con calefacción, sino a disfrutar de lo adverso o benévolo que sea el clima. Entonces hay que taparse bien, no quedarse demasiado tiempo entre sitio y sitio y estar dispuesto a quitar y ponerse el abrigo en cada entrada y salida de cada lugar.

Luego hay que ir a llenar un poco el estómago. Digamos que hoy anocheció a las 7:35 p. m. y que son ya las 10. La ciudad, a esta hora, tendrá las puertas abiertas para todo el que quiera empezar su noche comiendo, y le asegura que no se quedará solo en su cruzada de entretenimiento. Mil cosas para hacer.

Porque la cultura aquí dicta que no se sale de noche para quedarse en un solo lugar, pues no se está en uno solo ni para comer, ni para tomar, ni bailar ni para nada. 

Hay que hacer una ronda por la mayor cantidad de bares que se pueda y tratar de disfrutar lo mejor de cada uno. A lo que son las 11 o 12 de la noche los bares están llenos de personas de todas las edades y grupos sociales -incluso familias- tomando cerveza (refrescos los menores), conversando con los vecinos, viendo caras nuevas y tratando de recordar caras desconocidas.

Se ve que todos tienen algo en la boca: algo para decir, algo para tomar, algo para comer. Al no ser restaurantes, los bares en España no ofrecen entradas, primeros y segundos platos, sino pinchos y tapas. Son bocados pequeños, concisos, compuestos en su mayoría por pan, embutidos y algún vegetal. Son preparados por montones –cientos, incluso, dependiendo del local- desde las horas de la mañana, pues en la noche la demanda es altísima.

Sus acompañantes, por lo general, son una cerveza o un vino tinto.

Pero ya es hora de irnos. Una hora es demasiado tiempo para quedarse en un solo bar. Justo cuando el cuerpo por fin llegó a una temperatura cómoda hay que obligarlo a volver a salir. Abrigo y pa´ afuera, que hay mucho por hacer. Y esta acción hay que repetirla todas las veces que la noche exija. Es la una de la mañana en el reloj de la plaza mayor.

Cada lugar, cada bar, cada espacio al que vamos es dueño de un sinfín de situaciones y casualidades alternas, miradas, pasiones y discordias.

Las gentes se estrechan donde pueden y se envuelven en una palabrería y un aliento común que se levanta por encima de las mesas al ritmo de una música con volumen no muy alto. A medida que cada persona muerde, gesticula, va al baño o pide algo, la noche va transcurriendo con una parsimonia rebelde, rehuyendo a dar por terminadas las conversaciones demasiado pronto.

Pero aun así la noche muta, porque no todos están dispuestos a seguirle el paso hasta el amanecer.

Cuando ya van siendo las 2 o 3 de la mañana, los sitios van cambiando el Rock por el Dancehall y el Reggaetón, y a los pinchos y tapas por los chupitos y tragos. La noche varía en función, por ejemplo, de que temprano se ve a un señor solitario que ve un partido de fútbol y se cambia 7 veces de mesa mientras se toma una Coca Cola, y luego se ve su sitio ocupado por 7 madrileños que, borrachos, celebran una despedida de soltero y me preguntan por un tal Ernesto Oliveira de Colombia.

Poco a poco la calle va se queda vacía: algunos se van a dormir y otros empiezan a irse para otros lugares.

Los mayores se entran –casi que se encierran- y le entregan la ciudad a una juventud menor de 25 años, que se asienta y va a bailar en lugares en general no aptos para claustrofóbicos o para las rodillas de los ebrios al bajar escaleras.

Estos ratos también son de paso, de índole fiestera y con un volumen de música alto.

La gente va y se toma algo mientras va entregándole sus facultades motrices a la suerte. Poco a poco la noche se perfuma también de tabaco y sudor, y aunque su peligro radica en la posibilidad de una catástrofe debida al alcohol y los malentendidos, se ve a la mujer con muletas saludando o a toda la gente a su alrededor, se ve al galán frustrado diciéndole cosas a la que tiene novio, se ve el abrazo del borracho a punto de caerse y el ya caído que a los 10 minutos vuelve a bailar.

Ya no se sabe a ciencia cierta dónde empezó la noche y mucho menos dónde esta va a acabar.

Hacemos parte de un caos que ya es tan rutina que no es peligroso. Gozo, baile, canto, brindis, insultos, besos, borracheras temporales y prendas permanentes.

Son muchas las botellas, los bares y las almas de la fiesta. Nos cogieron las 5 de la mañana y estamos en un profundo descontrol regido por las ganas de un buen rato. Estamos caminando con desconocidos, les mostramos nuestras vidas distintas y los sostenemos para que no se caigan. Vamos para algún otro lado.

En estas calles, en estos bares, el amor, la fiesta y el desengaño van de un sitio a otro a paso ligero.

Publicado en https://alponiente.com/noche-salmantina/ el 19 de abril de 2015.

Ámsterdam

Uno no ha visto todo si no ha visitado Ámsterdam. Esa ciudad puede ser la madre de las sorpresas. Ámsterdam se presta para ser la capital cultural y turística –si bien no económica- de la próspera y fluvial Holanda, la de la gente cachetona y feliz. Este lugar del queso y del ocio tiene aire de campiña, recodos estrechos y más bicicletas que seres humanos. Es contigua al Mar del Norte, colorida, y entre más en el centro se está, más se percibe el espectáculo de los canales de agua, que mojan la ciudad con una elegancia tranquila.

Sus edificios, excepto los empresariales y los históricos, son bajos, sin ascensores, con ventanas hacia la calle y de hormigón limpio o ladrillos rojos, marrones y morados. Las estancias son estrechas e íntimas e igualmente efímeras, porque la mayoría de la vida está afuera. Eso sí, es muy fácil perderse porque las calles se tuercen con facilidad y conducen a rumbos imprevisibles, pero tal vez la verdadera razón es que hay tanto con que distraerse que no es fácil pensar en el camino. Aunque los mapas son precisos, las vitrinas, el aire y la gente de Ámsterdam son más interesantes. Había que caminar pa´ donde fueran los pies.

Caminé entonces, seguramente en círculos repitiendo paisajes durante  varias horas, y ya entonces era evidente que nunca en mi vida nada me  había rodeado de la manera en la que esta ciudad lo hacía. Tulipanes,  rastas, pájaros naranjas, barquitos, semillas de cannabis, parrillas  argentinas, fútbol, hongos, calles sin salida, juguetes sexuales, ancianos  felices, almuerzos al lado del río Ámstel, cervezas gigantes, coffee  shops y varias etcéteras. Todo se metía por los ojos y por la nariz con  una velocidad alarmante, y los prejuicios que arman las películas e internet se caen rápido, porque la verdad es que la realidad es mucho más intensa.

Era bien extraño. El origen de tanta dinámica en un modo tan armonioso y pasivo era invisible para mí. Había que caminar despacio para no contrariar el ritmo de la multitud o rápido para dejar pasar al tranvía o a las motos. Había que “ignorar a los dealers callejeros” según la publicidad del gobierno y sonreírle a las prostitutas por simple amabilidad. Era necesario, por puro sentido común, cerrar la boca y abrir los ojos.

En esas llegó un tipo a decirme en inglés que era una persona sin hogar (habitante de calle) y a pedirme cualquier dinero. Pero yo no podía creer que fuera bilingüe y le hablé de otras cosas. Él me contó a mí de su situación con más gruñidos que sílabas, pero lo más decepcionante fue la cara de júbilo que se le vio al oír que yo era colombiano, porque pensó que si yo no tenía a Pablo Escobar en un bolsillo por lo menos traería uno o dos gramos de su cocaína. “Cocaine!, Give me cocaine! Escobar!”, decía, y hasta ahí llegó la conversación. La lluvia blanca que hicimos caer los colombianos en buena parte del mundo, vuelve ahora a nosotros en forma de prejuicios. Ojalá alguien alguna vez absuelva a Colombia de sus pecados.

En fin, a nadie le gusta ser un estereotipo. Y me imagino que a esta ciudad tampoco. Las drogas, el sexo y la gente de Ámsterdam apenas sí contrarían a la tranquilidad profunda de este lugar.

Salí de noche a ver sus luces pálidas, me moví en los suburbios para ver el campo y fui al barrio rojo a ver el placer negociado. Poco a poco la mente recoge evidencias de lo que llaman choque cultural, pero ahora era casi cataclismo cultural. Es la Europa de dinero, de sociedades avanzadas, y de milagros de la ingeniería. En este lugar lo más feo es bonito. En la mañana un grupo de amigos con un menú de doce tipos de marihuana, en la tarde unos campos verdes y profundos con máquinas que sacan flores y maíz de la tierra, y en la noche una prostituta morena de proporciones elefánticas que solo saluda y sonríe. Y más, hay que ir a Ámsterdam.

Texto publicado en https://alponiente.com/amsterdam/ el 11 de mayo de 2015.

Las ideas

Las ideas se mueven, se fortalecen, mutan.
Las ideas son cambio y energía: una revolución pequeña.
Las ideas se van y vuelven con más fuerza. Las ideas impulsan.

Pero, más que cualquier cosa, las ideas se reproducen.

Porque una idea nunca es del todo inédita pero tampoco compartida.
Porque compartir ideas es ya estar llevándolas a cabo.
Porque una idea bien transmitida es un mundo distinto en potencia.

Esta es la educación, este es el progreso.

Texto publicado la página de Estratósfera el 4 de abril de 2016

El corazón y la billetera

RECOMENDACIÓN DEL AUTOR* leer este corto texto mientras se escucha esta canción: Liar – Argüello ft. Jake Herring & Cavaro.

Ella saca fuerzas, la luz es intensa. También, a esa hora, le empiezan a pesan los tacones. Sonríe y con eso la acosa el diablo a ratos. El cabello y el ventilador.


2 am on a friday
2 am on a friday night


Noche fría en el Centro de una bochornosa Medellín. Jueves de rumba. O no, ya es viernes.  Seres humanos que se ponen a disposición para amar a alguien durante una noche. Ejercicio por pasatiempo o por locura.

Right there where i met you
Right there where i saw you smile


Él, adusto, la ve a ella. Ella, bailarina, lo ve a él. Digámosle a él Esteban, digámosle a ella Venus. El hombre de ojos encontrados, la mujer de 24 años con piel suave. ¿Amor? ¿Sexo? ¿Catástrofe?

You noticed. you noticed me
You knew that. you wanted this


Sí amor. Sí sexo. Sí catástrofe. Se conocieron en aquel bar de luces oscuras y destellos rosados. Bar de copas, lugar de striptease, Moulin Rouge o como le quiera decir. Entre ellos hubo chispas que se desbarataban debajo de las mesas y en el fondo de los tragos.

All red dress, you were looking fine, came and spent the night
Big brown eyes, haunt me late at night, when i came to find



El mismo vestido rojo que él había visto una vez en sus sueños. También la misma sábana. Los mismos piropos de él y las mismas respuestas de ella. A lo mejor esto sí se trataba de un sueño.

You are a liar girl, you are a thief, you are a thief
I gave you all my heart you broke that shit, you broke that shit


Ella es una ladrona, profesional. Le había robado el corazón y la billetera. 

Wake up, no where to be found, when i look around
Too turn, wallet on the ground, look inside and frown


Todo se volvía a repetir. Hasta la canción.