Escrito Por Juan Pablo Pineda Arteaga.
Pensé que cinco años eran aún poco tiempo para regresar a los horrores vividos. Pero no lo era, al parecer. Ella decidió colgarse. Murió suspendida, balanceándose en el camino hacia el lugar del hasta aquí, con los brazos dispuestos hacia el suelo y la mirada entornada a ningún lugar. Tenía los labios del color de la mañana, pero su cuerpo aún poseía un fresco calor que podría engañar a la muerte misma; le haría creer incluso que debía regresar por ella y llevarnos también a papá y a mí. Le tomé la mano y arranqué la nota de sus dedos, que se aferraron a mí como si viviera aún, como si me pidiera que la trajera, o quizá rogándome que me fuera con ella, que abrazara el viento helado del final de un destino fracasado, que fuéramos familia allá a donde iba, donde no sería nunca más.
El sol se ponía cuando la vi. Su cuerpo encajaba con el final de una tarde absurda. No puedo decir que no lo esperaba. La vida ya no le era suficiente a sus ojos derrotados y a su espíritu acobardado. No fue una decisión apresurada y lo sé, porque la muerte ya había sido una exploración constante de sus días pasados, un pensamiento acompañante, leal y determinado. Papá cayó al verla elevada, y golpeó el suelo, más con la bravura de sus fieras lágrimas y sollozos que con el estruendo vacío del puño seco. Sus ojos, del mismo color que ella, parecían esconderse, buscando huir de la imagen. Era su hija, la segunda tras de mí. Era su objeto más grande de amor. Era el sentido de sus antiguos errores y la esperanza de sus logros no consumados. Ella era él en otro cuerpo. Los mismos lamentos, los mismos temores, los mismos anhelos extintos. Era la imagen del fracaso que deseaba eludir.
Ella vestía de blanco, el hermoso vestido que papá le dio no hace mucho para resaltar un alma marchita. Quizá el blanco lavara a su modo una tristeza insondable. Él lloraba con su rostro unido al vestido y sus bazos rodeando las pálidas piernas extendidas. Ella veía hacia abajo con su rostro muerto y la mirada indecisa. Seguro pensó en el viejo al colgarse, y lo hizo también antes, al escribir la solitaria línea “Te quise. Adiós y perdón, pa”, que poseía yo en mi puño cerrado y decidí no entregarle al hombre.
Yo escuchaba una orquesta de cuerdas y vientos que no sonaban, y sentí frío ante las melodías fúnebres y dolorosas de esa tarde final. No podía ser cálido el sol de afuera y la voz de papá sonaba incesante, como una lluvia que no caía sino que se regaba. Cada gota se sentía, y juntas le hacían coro al eco lamentable al de ese hombre que gemía derrotado mientras abrazaba aquello que fue su hija. Me guardé el papel y acudí a calmarlo. Me rechazó con un movimiento fuerte de su brazo izquierdo y me miró como yo la hubiera colgado en esa cuerda.
Papá sujetaba el cuerpo inmóvil de su hija y miraba con desprecio a su hijo ¡Con qué desprecio! Más parecida una embestida colérica que una mirada humana. Pero lloraba con dolor humano, y eso matizaba su imagen. Puedo jurar que si no hubiera tenido entre sus brazos a mi hermana, hubiera puesto sus manos en mi cuello. Dolor y rabia, que suelen ser uno solo, eran nítidos por separado en aquel hombre que empapaba de lágrimas el vestido y el suelo. Los ojos rojos por completo, una vena yendo y viniendo en los pliegues de un cuello corto, casi inexistente, y un abrazo con fuerza suficiente para fracturar esas piernas que no volverían a caminar.
Papá era también un hombre con la vida agotada. Los años se le veían en el rostro como una marca de derrota. Uno podría pensar que es un francés, por eso de que ha sido vencido en cada batalla que ha peleado. Pero no es un tipo fracasado. No del todo, claro. Algo ha podido hacer con lo poco que conoce, y no le falta dinero para tener lujos, para sentir que puede poseer el mundo, que puede comprarse una vida o algo que simule serlo. Él nunca ha sido bueno con las palabras, y tampoco para mirar a los ojos y expresar algo. Nunca ha sabido explicarse, y por eso jamás entendimos lo que deseaba, lo que pedía. A lo sumo recurría a un abrazo torpe, un abrazo torpe y clamoroso que solicitaba atención, cariño y comprensión.
Julio se llama, y Julio me llamo. Creo que quiso limpiar su nombre poniéndolo en mí y esperando que mi futuro fuera más correcto que su pasado. Pero yo no había nacido para resarcir errores ajenos, ni pretendía absolver a mi padre de sus pecados anteriores o posteriores, yo no soy un sacerdote, ni él un católico creyente; la absolución no sería a través de mí. Luego nació ella. Los años fueron haciéndola parecida a él y a mí me distanciaron. Yo era más como mamá, y no me interesaban los lloriqueos de un hombre que nunca pareció un hombre, ni su necesidad de amor lastimero. Papá no había tenido hijos para quererlos sino para que ellos lo quisieran a él. No era un sujeto admirable, pero era mi padre.
Por eso lamentaba verlo sumido en su dolor. Él sabía que ese suicidio sucedería, aunque intentó evitarlo. Yo lo sabía también; ella se quitaría la vida. Ya se había tardado en hacerlo. Desde el suicidio de mamá, hace cinco años, comenzamos a esperar esa segunda muerte. Sí, mamá también se mató. Quizá hacerlo está en la sangre de esta familia. Papá había quebrado por esos días y volvió llenarse de whisky los pocos alientos que le daba una vida de tristezas fieles. Era un hombre arruinado, borracho y terrible en la cama, según mamá. No era un esposo sino una carga que dormía en la misma cama, apretándole sin tacto las tetas y tratando de estar dentro de ella. Una carga que roncaba alcoholizado. A ella no le gustaba que él la tocara, ni que le pidiera desnudarse para hacer uso de su derecho como esposo.
Mamá se encamaba con un policía que conoció un día alguno. Era menos infeliz las dos o tres horas que estaba con él, sudando y gimiendo sin el olor a trago de su marido. Papá lo supo. Creo que los amenazó. No lo sé bien. Mamá desesperó, lloró y un día, con el revolver niquelado de ese sujeto, se mató. Fui yo quien reconoció el cuerpo sin rostro. No lloré, Dejé que se fuera tranquila. Varios días después recogí a papá de las calles y lo interné. Yo fui a vivir con un hermano de él, y mi hermana vivió con una de las abuelas. Creo que estuvimos así seis o siete meses hasta que papá salió. Yo también empecé a beber un poco, pero no superé con agrado las primeras resacas. Sé que mi hermana lloraba casi a diario.
Cuando volvimos con papá lo hicimos a un lugar más pequeño, un lugar simple, con una bella vista hacia las montañas, con una ventana por donde entraba el amanecer con la mentira de un futuro venturoso. Luego de la muerte de mamá nunca más fuimos felices. Bueno, yo no lo fui más, porque ellos dos nunca lo habían sido. Éramos más tres conocidos que una familia. Las cenas eran silentes, cuando lo hacíamos juntos, y las conversaciones siempre formales. Tardamos un año en reponernos, quizá un poco más. Papá recuperó su negocio y yo comencé a hacer lo mío. Tenía 21 años y talento para diseña. Empecé con algunos trabajos y me fue bien. Papá destinó el dinero que regresaba en vivir otra vez pisando alfombras finas y comiendo sobre cerámica italiana. En casa había lujo y cosas bonitas.
Pensarán entonces que las cosas estaban bien. Pero no era así. Al poco tiempo llegaron los gritos de mi hermana y las lágrimas de papá. La adolescencia de ella un ser sin razones o sentidos, la llevó al afán de desear a los hombres, ser libre y sentirse mujer Vestía con las tetas resaltando, y el culo la impulsaba más que el cerebro. Muchos amigos idiotas y una madre muerta, peligrosa combinación para una nena reventada y un padre incapaz. El viejo hacía el ridículo tratando de controlarla; igual le permitía todo por temor. No tenía idea de cómo ser papá. No lo sabía tampoco mientras la abrazaba, mientras abrazaba ese cuerpo colgante.
Es posible que papá me odiará; yo soy lo que él no pudo. Yo no lloro, no me lamento ni extraño ni ruego por cariño. Nunca le dije que sí a las estupideces de ellos, ni caí en juegos absurdos de depresivos lastimeros. Es posible que me odiara porque sé decir que no, porque era duro con él y con ella, por ser intransigente. Pero me ama porque soy valiente. Me ama porque soy lo que él no pudo. Soy su mejor logro, todo lo que él quiso ser. Soy su rostro en un futuro posible, soy la mano que desata la soga. Pero me odió porque su hija murió y yo vivía. Me odió porque soy fuerte, más que él Me odió por no ser ellos.
El viento era demasiado frío para el final de una tarde que tuvo tanto sol. ¿No debería estar más caliente? Parecía que el clima semejara lo helado del cuerpo de mi hermana, que colgaba en la sala y daba vueltas sin detenerse. Nunca imaginé que el camino hacia el cielo o el infierno se hiciera dando vueltas. Creía que esa era una ruta recta, o quizá una caída sin pausa. Sí, también creo que al cielo se cae. Nadie se eleva al morir. No se puede ser en la muerte mejor de lo que se fue en vida, y creo que nadie es lo suficientemente bueno para merecer ninguna redención. El Paraíso es un orgasmo, una borrachera, el instante corto en que dejas el mundo sin haberte ido de él. El Paraíso no es un lugar, crédulos, es un momento.
Papá soltó el cadáver y se sentó en el sofá negro, con la espalda muy recta, las manos sobre los muslos, sobándolos una y otra vez; la boca cerrada y los ojos muy abiertos. Fui a la cocina, serví un vaso de agua para él. Antes de salir miré la imagen de esa sala, un cuadro del dolor familiar, dos cuerpos vencidos y el sol que ya nos ignoraba, que se iba para no ser más testigo. Era una pintura de Munch, con los matices opacos de una tarde naranja y roja, fría y distante. Pero aún había luz que entraba por la gran ventana de cristal que nos dejaba ve esas dos grandes montañas al fondo.
Le entregué el vaso y le di una palmada en el hombro izquierdo. No dije nada, no lo miré a los ojos. Regresé a la cocina y le di la espalda a la sala. A mi lado derechos sonó implacable el cristal al quebrarse. No me golpeó a mí, aunque papá había apuntado. S estrelló contra una gaveta y reventó. Un par de esquirlas me rozaron, y el agua me entro por los ojos. Volteé y papá estaba frente a mí, con el alma rasgada mientras me odiaba. Tenía su correa en la mano y luego la tuvo en mi cuello, apretando. Le atiné un golpe en la nariz y la sangre le corrió. Yo había querido golpearlo antes. Lo había deseado con desespero durante años. Pero hace tiempo que no; siempre fue un hombre derrotado y no valía la pena hacerlo perder una batalla más.
Retiré de mi cuello la correa y la lancé a la sala; cayó junto al cuerpo muerto. Papá se reincorporó y lanzo sobre mí su poca humanidad. Me tomó por el cuello. Lloró y me acusó de causar la muerte. Me miraba no como a un hijo sino como a una desagracia. Quizá sí lo fuera, para él y para ella. Yo vivía ahí, pero no con ellos. A él le hablaba poco y con ella discutía mucho. No lo sé, quizá papá tuviera razón. Recuerdo haberle dicho a ella alguna vez que no amenazara con morir, sino que muriera, que no se preocupara por su entierra y su recuerdo; del primero me encargaría yo y del segundo lo haría el tiempo.
No reaccioné mal frente a papá de nuevo. Luego del golpe, permití que me odiara, permití que enfocara en mí su derrota. Le habría permitido pegarme. Pero no lo hizo. Me soltó y se giró. Lloró y lloró y lloró. Me dijo que cinco años eran poco tiempo para vivir de nuevo el horror, que la vida le había sido suficientemente larga para conocer el horror de muchas maneras. Me dijo que no buscaba más la felicidad hace demasiados años, que solo vivía tratando de esquivar el horror y el dolor, pretendiendo hacer posible el acto de no sentir. Pero no es posible. No hay forma de escapar a la miseria; es la única garantía que nos entregan al nacer, esa y la muerte. Vamos a vivir en la miseria, y estaremos unidos a la desgracia. Viviremos miserables y moriremos miserables. Quizá todos muramos colgados, de una u otra forma.
Él miraba hacia la sala, hacia el cuerpo de mi hermana, hacia las montañas afuera. Me puse a su lado y observé. No hablamos. No sé cuánto tiempo miramos pero el sol estaba ya por caer completo esa tarde, y quizá no saliera al día siguiente, o nunca más. Papá puso su mano sobre la mía y sus ojos en los míos. Pude ver que no me odiaba más. Lo sentí. Me abrazó y yo le respondí. Tomó agua, se limpió las lágrimas y se sentó una vez más en el negro sofá. Me preguntó cómo seguiría mi vida. No supe qué responder. Le pregunté lo mismo. Sonrió. No miraba más a mi hermana muerta. Creo que no miraba nada con atención. Me dijo que le dolía el pecho y me pidió traerle la medicina de su cuarto. Subí y me encendí un cigarrillo que fumé en el balcón de su habitación, como si fuera el único placer posible alguna vez. Di la última calda y lancé lo que quedaba. En ese lugar no había medicina, no había nada. Claro que no estaba allí, él la guardaba en la cocina. Del sol quedaban solo insinuaciones, unas tenues luces que alumbraban los dos cuerpos que colgaban frente al ventanal. Papá y mi hermana yendo juntos al abismo de las vidas agotadas. Ellos frente al final de la tarde y, al fondo, dos montañas bajo la noche que llegaba.